sábado, 23 de febrero de 2008

La agonía de una gota






Aquella mañana parecía ser como cualquier otra, la ciudad despertaba lentamente, las luces de neón desaparecían y las marquesinas se iban apagando como velas que se consumen. Los trasnochadores huían de los primeros rayos de sol y el sonido de la gran ciudad iba creciendo a cada momento, como un palpitante corazón, que activa su ritmo ante el esfuerzo físico, sin embargo, no sería como cualquier otra, cerca de las 11 de la mañana, las amas de casa que lavaban sus enseres y ropas, notaron que el chorro de agua que fluía del grifo, decreció y se apagó. Algunas maldijeron, otras se lamentaron y gimotearon, no faltó la que golpeaba los cubos a patadas y los grifos, y las más se encogieron de hombros, “...ya volverá...”. La comida estuvo tarde, los cacharros no pudieron lavarse, en la calle no se vendió alimentos y los puestos de agua fresca agotaron sus existencias, los inodoros se empezaron a convertir en un gran problema, pero a pesar de todo aquello, existía la esperanza, “...volverá...”, pensaban.
El tercer día, todos fueron al trabajo sin ducharse ni asearse, los transportes y las oficinas olían mal, y muchos restaurantes tuvieron que cerrar; los frigoríficos, así como los aparatos de aire acondicionado, no funcionaron. En los supermercados las latas de zumos, de conservas, los refrescos, se agotaron en las primeras horas de la mañana, por supuesto, escaseó la leche hasta desaparecer. En las calles empezaron a quedarse parados algunos vehículos por falta de líquido, el transito para las primeras horas de la tarde, se detuvo por completo. El agua no volvía, la gente pensó en todo para conseguir el vital líquido, secaron las fuentes con esponjas, sacaron el agua de los radiadores, rompieron tuberías para chupar hasta las últimas gotas, y por último, recurrieron a los charcos y alcantarillas; al sexto día, la asistencia a los trabajos fue nula, aquello se había convertido en un problema tal y tan grande, que nadie se podía dar el lujo de pensar en otra cosa que no fuese el agua. La ciudad apestaba, el olor que despedían las casas y las calles era nauseabundo por todas partes; se encontraban desperdicios, excrementos, basura; muchas personas empezaron a emigrar a otros lugares en busca del agua, siempre en busca del agua.
La ciudad empezaba a morir rápidamente, se encontraba totalmente paralizada, los caminos obstruidos por cientos de vehículos inservibles. Para el décimo día, la ciudad sólo era podredumbre y devastación, el éxodo comenzó a generalizarse y por las carreteras se veían miles de personas emigrando a otras ciudades, con la esperanza de encontrar agua; no había luz ni servicio en los teléfonos, las comunicaciones estaban interrumpidas por el personal que abandonaba sus puestos de trabajo, no había vida posible. En el decimoquinto día, no quedaba habitante alguno en la ciudad, todos la habían abandonado, la peste lo inundaba todo, el aire era irrespirable, la era del agua había terminado por fin; ya no habría personas que lavaran día tras día sin necesidad, ni quien limpiara el barro de los cristales del coche mientras el agua se perdía por la alcantarilla, ya no más duchas ni baños tranquilos de 20 o 30 minutos, con agua caliente mientras casi se dormían en ellos, ya no más lavados de enseres con grandes cantidades de agua, ya no más mangueras abiertas serpenteando sobre la acera u olvidadas, mientras su líquido venoso se pierde, ya no más piscinas con aguas renovables continuamente, ya no más fugas de agua, de las que nadie hace caso, ya no más........
Pasado un mes, un hombre sudoroso y con la ropa hecha jirones, se acercó a la ciudad, tras él, una mujer con un niño en brazos, trastabillaban, llevaban los labios partidos por la delgadez, sus ojos se hundían, los huesos de sus caras sobresalían desmesuradamente, el hombre, primero en llegar, se cubrió la nariz con la mano, el olor daba náuseas, cayó de rodillas en mitad de la calle, la mujer llegó hasta él, sollozando desesperada, “...no es posible...”, gritó ella, aferrándose a los hombros de su esposo, “...sí...”, contestó el resignado, el agua se ha terminado en todo el mundo, para siempre, alcanzó a decir, al tiempo que veía a su pequeño hijo morir deshidratado en sus brazos.
Frase: En nuestras manos está el destino del mundo, no malgastes lo que tenemos.

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