Adolfo Federico de Suecia
(1710 – 1771) no fue uno de los mejores reyes de la historia. De hecho, se le
considera uno de los más conflictivos de su país. Su carácter le hacía
vulnerable a la presión de los partidos políticos, ante los que constantemente demostraba
su debilidad y su escasa inteligencia para dirimir asuntos de Estado. Vástago
de Cristián Augusto de Holstein-Gottorp y de Albertina Federica de
Baden-Durlach, alcanzó el trono en 1751, pero fue elegido sucesor siete años
antes debido a la falta de sucesión en el poder.
En aquel momento, el reino
sueco era mucho más vasto que el que conocemos hoy: incluía Finlandia y
Mecklenburg-Vorpommern (Estado de la actual Alemania). En sus intentos por
evitar los movimientos separatistas de estas regiones, el monarca se granjeó la
enemistad de todo el reino, pues en seguida se percataron de sus flaquezas. Se
mantuvo dos décadas en el poder, los años en los que la monarquía sueca tuvo la
influencia más baja de su historia. De hecho, se podían aprobar leyes sin el
consentimiento del rey. El parlamento se fabricó un duplicado del sello de
Adolfo Federico y, aunque este no otorgase su visto bueno a las leyes, éstas
salían aprobadas.
Como vemos, Adolfo Federico
de Suecia no pasó a la historia como un gran rey, no destacó por su astucia ni
por su inteligencia. Sin embargo, su peculiar muerte sí le convierte en único:
murió de empacho. El 12 de febrero de 1771 se homenajeó con un banquete
descomunal: tomó langosta, caviar, chucrut, sopa de repollo, ciervo ahumado y
un buen atracón de su postre favorito: Semla (uno de los dulces escandinavos
más tradicionales). En total engulló 14 raciones, acompañados de grandes
cantidades de champán. Aquella misma noche falleció, a causa de los graves
problemas intestinales ante semejante ingesta. Por esta razón, se le conoce
como “El rey que comió hasta morir”.
Frase: " La exclavitud no se abolió..., se cambió por 8 horas diarias..."
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