La vida, a pesar de todo,
tiene sus inconvenientes. No todo es alentador, no siempre se tienen ganas de
enfrentarse a ella. Resulta que la vida está llena de limitaciones, que a veces
es triste, a veces lamentable, en ocasiones insípidas, y lo peor es que no hay
a quien echarle la culpa. Por eso, que las cosas cotidianas vayan mal es un
gran consuelo. Porque entonces se tropieza con cada una, se rabia un poco -o un
mucho- y se piensa que, si no fuera por eso, porque todo va mal, todo sería una
maravilla. Si nos vamos a duchar y no llega el agua caliente, o las tuberías no
tragan, o no nos gusta el destino de nuestros impuestos, o el atasco no avanza,
el jefe es un borde y el sueldo no nos permite llegar ni a mitad de mes, nos
sentimos deprimidos, irritados, impacientes y pensamos que, si las cosas fuesen
de otro modo, estaríamos encantados y es precisamente esta esperanza la que nos
hace salvar el presente refugiándonos en ella.
Con otras palabras, el
noventa y cinco por ciento de las cosas marchan con normalidad y eficacia, y
por tanto el tropiezo, el descontento y la queja son excepcionales.
O el que no se conforma es porque no quiere.
Dicho esto, quisiera dar un sincero homenaje a mi padre, recientemente fallecido tras una larga y agónica enfermedad.
O el que no se conforma es porque no quiere.
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