Siempre está bien aprender
de nuestros antepasados, especialmente cuando sus costumbres, además de sanas,
pueden ayudarnos a salir del antro de perversión e inmoralidad en el que
estamos sumidos.
De los celtas, por ejemplo,
un pueblo antepasado de (casi) todos nosotros y que, en sus leyes, disfrutaba
de distintos tipos de matrimonio establecidos de acuerdo con la clase social y
la situación económica de los contrayentes (y no como ahora, que está tan
casado un funcionario autonómico como una cajera del carrefour).
Si la mujer –por lo general buenorra ella (aunque para gustos colores)- no
aportaba al himeneo ninguna dote, aparte de sus encantos naturales, el
matrimonio se celebraba por un año, de mayo a mayo (no fuera que los encantos
naturales no dieran más de sí), pudiendo el marido –por lo general de
posibles-, una vez transcurrido dicho plazo, tomar otra esposa, llamada temporera,
menos agraciada que la primera pero de condición más elevada, es decir, con una
dote más sustanciosa, y que tenía derecho a disfrutar del marido a cambio de
compartir la susodicha dote con él; mientras, la primera esposa era despedida
con un suculento finiquito para, usando la pequeña fortuna obtenida, reciclarse
como nueva temporera. Y sí, para los más susceptibles, cuando la riqueza
la aportaba la mujer, era el marido pobre quien asumía la condición de
temporero.
Todo un ejemplo en la
redistribución de la riqueza… aunque –y nunca llueve a gusto de todos- algunos
íbamos a sentirnos discriminados. Claro que ¿cuándo hemos importado los feos ¡y
encima! pobres? Pues eso.
Frase:“ Relaciones a
distancia, felices los cuatro” (Proverbio colombiano)