
Con semejante material de viaje es normal que los cronistas describieran a los escitas como “hombres gordos, pesados y bienhumorados, amantes de los brindis, del baile y de la música, con bastante más tendencia a la diversión que al trabajo, algo que evitan siempre que pueden”.
Pocas cosas eran las que se tomaban en serio. En cierta ocasión, reinando Darío, estaba el ejército persa alineado en correcta formación de ataque frente a unas bandas de escitas agrupados con muy poca formalidad, vociferando y contando chistes, como solían hacer antes del combate. El choque de los dos ejércitos era inminente. Inesperadamente, apareció una liebre corriendo entre las dos formaciones, tal vez asustada por los clarines que alertaban para el combate. Un jinete escita echó a galopar tras ella, ¿quién podía resistir la provocación? Otros lo imitaron enseguida, y muchos más después. A los pocos minutos el ejercito de aquellos impenitentes cazadores desapareció en el horizonte tras la liebre. La tropa de Darío quedó desairadísima, frente a nada, indignados los guerreros con aquellos insensatos que abandonaban algo tan respetable como la guerra sólo para divertirse. Aunque los escitas tenían un motivo de sobra para hacer lo que hicieron; una guerra se encuentra en cualquier momento, pero no siempre le salta a uno una liebre en las narices.
¿Y qué fue de aquellos tipos tan simpáticos, con un sentido del humor tan lúdico y civilizado de la existencia? Pues lo normal en gente así: desaparecieron. Mientras civilizaciones mucho más aburridas llevan tropecientosmil años dando guerra, de los escitas, en cambio, no se volvió a tener noticias después del año 100 a.C.
Siempre se van los mejores.
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